¿San José nos ve? ¿nos oye?

Hemos sido confiados a sus cuidados

Fuente: www.aciprensa.com

Lo que los elegidos conocen de la tierra

Los Elegidos, incluso aquellos que están en el cielo en cuerpo y alma, como María, y (muchos santos lo enseñan) como José, ven y saben lo que ocurre aquí abajo, de una manera diversa a cuando que se encontraban en la tierra. Su modo actual de existir, la distancia que los separa de nosotros, la absorbente visión de Dios, que hace su felicidad esencial: todo se opone a que existan entre ellos y nosotros el mismo tipo de relaciones que antes. Sin embargo, hay cosas y personas de la tierra que conocen. Digámoslo desde ahora: ven todo lo que atañe a su corazón, todo lo que concierne a su vida o su historia, los parientes y los amigos que han dejado, y otras cosas más, de las que hablaremos más adelante. Ven sobre todo nuestras oraciones.

¿Cómo ven esos objetos diversos?

No pueden percibirlos directamente, sino en un espejo que los refleja, donde conocen. Imaginen un espejo, bastante vasto y suficientemente luminoso para representar todo lo que es, todo lo que fue y todo lo que será: los seres animados e inanimados, los seres corporales y espirituales, las almas separadas o no de los cuerpos, las sustancia de esos seres, sus acciones, sus voluntades, sus afectos, sus pensamientos, sus deseos, sus sufrimientos, sus dichas, sus necesidades, sus fracasos, sus virtudes, sus faltas y sobre todo sus oraciones, en una palabra todos sus diversos estados.

Imaginen la mirada de los bienaventurados fija sobre este espejo, mirada tan aguda que nada se le escapa. Pues bien, este espejo es Dios. En Dios se reproduce todo lo que pasa sobre la tierra. Mirándole a ÉL los bienaventurados perciben también a las personas y las cosas de aquí abajo, cuya historia se quiere conocer.

Diversos grados de visión

 Existe una sola diferencia. Los ojos que miran el espejo no son igualmente potentes. Al igual que no ven a Dios de una misma manera, perciben en Dios más cosas terrestres y con más exactitud. Una triple regla establece la intensidad de esta doble visión. Primeramente, cada uno ve a Dios y a las creaturas en Dios según la medida de su gloria, que corresponde al grado de la gracia santificante de su último instante. La segunda regla es ésta: cada uno ve a Dios y a las creaturas en Dios cuanto es necesario para que todos sus deseos sean saciados y para que sean completamente dichosos.

Conclusiones reconfortantes

Son bien consoladoras las conclusiones que manan de estos principios relativos al buen san José. Con qué intensidad y con cuánta extensión debe ver a Dios y a las creaturas en Dios, ¡este hombre cuya gracia santificante la supera solo la gracia de María! ¡Qué inmensa debe ser la visión del más santo de los Elegidos, de aquél que fue digno de ser el Esposo de María y el Padre de Jesús! ¡Que multitud de criaturas debe abarcar la mirada de este Elegido, que guardó tan fielmente los dos tesoros más preciosos de Dios! ¡Con cuánta claridad debe percibirnos a cada uno de nosotros, oír nuestras oraciones y conocer los más íntimos secretos de nuestros corazones! En segundo lugar, habiéndosele dado el papel de Patrón de la Iglesia, de Cabeza de la Sagrada Familia, de nuestra cuna, ¿qué vida humana podría escaparse a su vida? Y hablo de la vida humana en sus mínimos detalles, de la vida de las almas y la del cuerpo, de las almas del Purgatorio y de las militantes de la tierra. Y sobre todo escucha nuestras oraciones, de las que percibe ciertamente las más ínfimas peticiones. Y como todos los fieles están llamados a entrar en la Iglesia, hecho que Él desea ardientemente, su visión debe extenderse a todos los hombres.

Finalmente

En cuanto a la consecuencia del primer principio que hemos señalado, podemos afirmar que la plena satisfacción de los deseos de san José exige que nos conozca a todos, que nos vea a todos, que nos escuche a todos. Seamos quien seamos, ¿no es un bien que lo desee para cada uno de nosotros? Quiero decir: nuestra salvación que aumenta la gloria accidental de su divino Hijo. Y si uno solo de nosotros permaneciese desconocido, ¿su felicidad no estaría incompleta? Lo que una madre debe pedir al cielo para cada uno de sus hijos, él mismo lo pide para nosotros. Porque, no lo dudamos, nos ama más de los que nuestras madres nos puedan amar. Y si le rezamos, si nuestra oración es filial y ferviente, y si le contamos nuestras miserias, las virtudes que nos faltan, nuestra perseverancia final y nuestra salvación ¡cuán grande será la dicha de escucharnos y de atendernos!

Y créanlo bien, no excluyo lo favores que nos obtiene, los bienes temporales que son útiles para nuestra salvación o no la dañan. Pidámoslos también, confiándo en la sabiduría; sabiendo lo que nos conviene, lo solicitará con todo su poder.

INVOCACIÓN

¡Gran y buen santo, heme aquí confiado! Me conoces, me ves, me escuchas. Nada de mí se te escapa y recibes todas mis súplicas. Has sido favorecido con una gloria incomparable, tu papel en la Iglesia de Dios es muy extendido, ¡tienes por mí tanto amor y deseos de que me salve!

¿No está cerca de María, la más santa de las creaturas? ¿No eres el patrón de los rescatados por Jesús? ¿No compartes para con nosotros la solicitud de María, nuestra Madre, de quien eres Esposo? ¿No faltaría algo a tu felicidad si uno solo de entre nosotros se escapara a tu mirada? Porque tengo confianza, rezo y rezaré a tu bondad misericordiosa.

 

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